Elegia de la Raza
MIGUEL ÁNGEL LEÓN
(Riobamba, 1900-1942)
ELEGIA DE LA RAZA
Era recio, el más recio de todos los vaqueros
bajo este sauce como
bajo una jaula de jilgueros
habíamos plantado nuestra choza.
La vida me pasaba haciendo risas en su boca
como se pasa el río haciendo rosas en la campiña.
Yo le daba mis brazos para que con ellos se ciña
como se ceñía la beta cuando se iba a luchar con los toros.
Venía con la tarde y con los ruidos sonoros
de su brava espuela.
La choza bien abierta, abierta como un día
sonreírle parecía
con sus menudos dientes claros de candela.
Yo solo yo solo y mi perro
cerca del fogón preparando la hogaza
siempre me traía del cerro
plumas de Cóndor y pieles de chacal,
adornos propios para mi raza.
Era de verle vestido; su vestido de cabra
tenía espinas y rosas como tiene el rosal
y era un lazo de amor blandiendo su palabra.
Era recio, el más recio de todos los vaqueros,
era de verle domando los potros más fieros.
La arcilla de su cuerpo estaba fundida en las candentes
fraguas de los volcanes;
de tanto darse contra los torrentes
se había endurecido
su carne bruñida:
le abrían paso hasta les huracanes
y no le importaba dejar la vida
como una cinta de sangre
en la punta de una lanza.
Apto para la guerra;
apto para la labranza
hacía de un puñado de tierra
un océano de maíz;
agarrado a su chacra como una raíz;
afilaba el machete de la venganza
en la piedra negra de su orgullo;
su palabra de odio era como un capullo
escarlata en la boca.
Esbelta su figura, bronceada la piel;
así era él,
indio de la raza pura
hijo legítimo del sol.
Un día, lo recuerdo, un día
el amo hizo chasquear la rienda en el granito
de sus espaldas. Se oyó un grito,
un grito de coraje; un grito fiero
que parecía
vibrar entre sus dientes como una hoja de acero.
Ese grito, era el grito de aquel hombre mío,
que al sentir el rayo de la rienda en la cara
lanzóse contra el amo
con los ojos cerrados,
como se lanzan los toros
a embestir en el páramo.
El amo volvióse del color que tienen
los pétales de las retamas.
Dio un paso, un trágico paso,
trémulo hacia atrás de repente,
sacudiendo su melena de llamas,
del cinturón de cuero
salta la fiera de una pistola...
El balazo
al sembrarse en la cara del recio vaquero
hizo brotar una amapola
de sangre.
Era la última víctima de la guerra
de la conquista;
sus labios besaban la tierra
y era como dos lucecillas
moribunda su vista;
sus ajos que tenían el color de las uvillas
se habían enverdecido
y como los tigres moría
mordiendo un bramido ...
Como me pasé toda la noche hasta la madrugada
con el oído
puesto en su pecho oyendo su vida.
Después... todo fue nada
murió el más recio de los vaqueros de las vaquerías
el que tenía
las espaldas anchas como los troncos de pino.
Después... todo fue nada,
el amo ese día como todos los días,
bebió leche fresca y un vaso de vino.
Después... todo fue nada.
Sólo yo en las noches oigo el ruido de su bocina
y siento que por los caminos camina
arrastrando su poncho;
y tengo envidia del perro de ojos de fósforo
que debe verlo en el concho
de la nube, muy al fondo
porque aúlla tan negro, porque aúlla tan hondo.
Canta mirlo negro; di tú de profundis torcaza,
río que viene gritando desde arriba
llora mi dolor y el dolor de la raza,
de esta raza vencida.
Que juro era fuerte como fue el hombre mío,
que juro que era bello como los búcaros
de las aguacollas rojas;
juro que era bravo, por eso le domaron
como se doma a los chúcaros
con el látigo y la rodaja;
juro que tenía
los músculos anchos
y duros como las chontas,
juro que algún día
del bronce de su carne
como de un pedrizco tiene que brotar la luz.
Pobre indio, pobre raza
hasta de Jesús
no le enseñaron más que la cruz
y la corona de espinas,
nunca le dijeron que era hermano
del hombre que habla castellano
y a golpes como de las minas
extrajeron de su cuerpo el oro,
por eso no tiene más amigos
que el asno, el perro y el toro;
el que barbecha las tierras
y hacer brotar los trigos.
Canta mirlo negro. Di tú de profundis torcaza,
río que vienes gritando desde arriba
llora mi dolor y el dolor de la raza.
Comentarios